Maurice Blanchot
AQUEL QUE NO ME ACOMPAÑABA
ARENA

Páginas:
Formato:
Peso: 0.3 kgs.
ISBN: 9788495897732

Para muchos, Aquel que no me acompañaba (1953) es sin duda el relato más complejo de Blanchot. En él, el narrador, aquel que dice «yo» en su interior, es alguien que escribe y que, puesto a escribir, se dispone a la escucha del silencio y al encuentro de la soledad. Pero no un silencio y una soledad que fueran los suyos, puesto que, de inmediato, «yo» se descubre inmerso en un diálogo con otro («él») que le responde extrañamente con sus propias palabras, sino la soledad y el silencio que son propios de la escritura, hechos efectivos en el instante mismo de escribir. Quien escribe se halla de este modo frente a lo que Blanchot, en uno de sus ensayos más celebrados (escrito más o menos al mismo tiempo que este relato), ha llamado «la soledad esencial». Relato de la desaparición y de la ausencia de aquel que al escribir adquiere «el derecho a hablar de sí en tercera persona», que dice «yo» sólo para desaparecer, para comparecer ante su ausencia (las cuales, a partir de ese momento, no son las de uno, sino las del otro), las de «él», que en ese instante viene a ser «aquel que no me acompañaba», porque desde siempre y para siempre, con una insistencia que pone en juego el infinito, aparece en la forma de quien se ausenta de su presencia y desaparece de su aparición. La indisimulable complejidad de Aquel que no me acompañaba deriva del inagotable secreto que contiene. La brusca claridad con que en sus primeras palabras declara su propósito («Yo, esta vez, intenté abordarle») contrasta vivamente con la morosidad con que se describe el acercamiento a un acontecimiento hecho de la negación y de la resistencia a producirse. La constancia del secreto se precipita en el momento en que el «yo» que escribe se percata de que no habrá otro lugar para el encuentro que un «lugar en donde no hubiera nadie y donde yo mismo no fuera yo». Abierto ese lugar en el único espacio que lo hace posible (el de la escritura), se hace patente el secreto de una presencia que se rehúsa a hacerse presente, a darse en el presente. Presencia que es imposible traer hasta el presente y que, aunque obliga permanentemente a seguir escribiendo, se resiste a ser dicha con ninguna palabra y amenaza con hundirlas todas en el extraño silencio que reina en la inconmensurable distancia que no ha dejado de abrirse entre presencia y presente (presencia sin presente y presente sin presencia): el NEUTRO. Por eso, ante la pregunta que «él» repite con obstinación («Describa lo que ve: ¿escribe?, ¿escribe usted en este momento?»), «yo» se escabulle siempre sin poder responder, trabado en una red de negaciones que se tejen sin que se vea el momento de ponerles fin: empujadas cada vez a desprenderse de aquello positivo que las podría sostener, hundidas en el fondo de ausencia de una lejanía que nada de lo que se dijera anularía trayéndola hasta el presente. Sin embargo, todo ha de servir para despejar al fin, en las últimas páginas de este relato, una afirmación real, jovial, feliz, que se desprende en el instante del intento de la descripción, cuando el encomendado a hacerla siente que pierde lo esencial y, circundado por lo que le falta, se encamina hacia su desaparición final, allí donde lo que desparece, en cuanto que desaparece, aparece. ¿Qué va a suceder entonces? ¿Tuve verdaderamente este deseo de sustraerme, de descargarme en alguien distinto? Más bien de sustraer en mí al desconocido, de no perturbarle, de borrar sus pasos para que lo que él ha cumplido se cumpla sin dejar restos, de manera que eso no se cumpla para mí que sigo permaneciendo en el borde, fuera del acontecimiento, acontecimiento que pasa sin duda con el destello, el ruido y la dignidad del relámpago, sin que yo pueda hacer más que perpetuar su aproximación, suspender su indecisión, mantenerla, mantenerme allí sin ceder. ¿Era en otro tiempo, ahí donde yo vivía y trabajaba, en la pequeña habitación en forma de garita, en este sitio donde ya, como desaparecido, lejos de sentirme liberado de mí mismo, tenía, por el contrario, el deber de proteger esta desaparición, de perseverar en ella para llevarla más lejos, siempre más lejos? ¿No era allí, en el extremo desamparo que ni siquiera es el de alguien, donde se me había ofrecido el derecho de hablar de mí en tercera persona? Maurice Blanchot

AQUEL QUE NO ME ACOMPAÑABA

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Para muchos, Aquel que no me acompañaba (1953) es sin duda el relato más complejo de Blanchot. En él, el narrador, aquel que dice «yo» en su interior, es alguien que escribe y que, puesto a escribir, se dispone a la escucha del silencio y al encuentro de la soledad. Pero no un silencio y una soledad que fueran los suyos, puesto que, de inmediato, «yo» se descubre inmerso en un diálogo con otro («él») que le responde extrañamente con sus propias palabras, sino la soledad y el silencio que son propios de la escritura, hechos efectivos en el instante mismo de escribir. Quien escribe se halla de este modo frente a lo que Blanchot, en uno de sus ensayos más celebrados (escrito más o menos al mismo tiempo que este relato), ha llamado «la soledad esencial». Relato de la desaparición y de la ausencia de aquel que al escribir adquiere «el derecho a hablar de sí en tercera persona», que dice «yo» sólo para desaparecer, para comparecer ante su ausencia (las cuales, a partir de ese momento, no son las de uno, sino las del otro), las de «él», que en ese instante viene a ser «aquel que no me acompañaba», porque desde siempre y para siempre, con una insistencia que pone en juego el infinito, aparece en la forma de quien se ausenta de su presencia y desaparece de su aparición. La indisimulable complejidad de Aquel que no me acompañaba deriva del inagotable secreto que contiene. La brusca claridad con que en sus primeras palabras declara su propósito («Yo, esta vez, intenté abordarle») contrasta vivamente con la morosidad con que se describe el acercamiento a un acontecimiento hecho de la negación y de la resistencia a producirse. La constancia del secreto se precipita en el momento en que el «yo» que escribe se percata de que no habrá otro lugar para el encuentro que un «lugar en donde no hubiera nadie y donde yo mismo no fuera yo». Abierto ese lugar en el único espacio que lo hace posible (el de la escritura), se hace patente el secreto de una presencia que se rehúsa a hacerse presente, a darse en el presente. Presencia que es imposible traer hasta el presente y que, aunque obliga permanentemente a seguir escribiendo, se resiste a ser dicha con ninguna palabra y amenaza con hundirlas todas en el extraño silencio que reina en la inconmensurable distancia que no ha dejado de abrirse entre presencia y presente (presencia sin presente y presente sin presencia): el NEUTRO. Por eso, ante la pregunta que «él» repite con obstinación («Describa lo que ve: ¿escribe?, ¿escribe usted en este momento?»), «yo» se escabulle siempre sin poder responder, trabado en una red de negaciones que se tejen sin que se vea el momento de ponerles fin: empujadas cada vez a desprenderse de aquello positivo que las podría sostener, hundidas en el fondo de ausencia de una lejanía que nada de lo que se dijera anularía trayéndola hasta el presente. Sin embargo, todo ha de servir para despejar al fin, en las últimas páginas de este relato, una afirmación real, jovial, feliz, que se desprende en el instante del intento de la descripción, cuando el encomendado a hacerla siente que pierde lo esencial y, circundado por lo que le falta, se encamina hacia su desaparición final, allí donde lo que desparece, en cuanto que desaparece, aparece. ¿Qué va a suceder entonces? ¿Tuve verdaderamente este deseo de sustraerme, de descargarme en alguien distinto? Más bien de sustraer en mí al desconocido, de no perturbarle, de borrar sus pasos para que lo que él ha cumplido se cumpla sin dejar restos, de manera que eso no se cumpla para mí que sigo permaneciendo en el borde, fuera del acontecimiento, acontecimiento que pasa sin duda con el destello, el ruido y la dignidad del relámpago, sin que yo pueda hacer más que perpetuar su aproximación, suspender su indecisión, mantenerla, mantenerme allí sin ceder. ¿Era en otro tiempo, ahí donde yo vivía y trabajaba, en la pequeña habitación en forma de garita, en este sitio donde ya, como desaparecido, lejos de sentirme liberado de mí mismo, tenía, por el contrario, el deber de proteger esta desaparición, de perseverar en ella para llevarla más lejos, siempre más lejos? ¿No era allí, en el extremo desamparo que ni siquiera es el de alguien, donde se me había ofrecido el derecho de hablar de mí en tercera persona? Maurice Blanchot