Fernanda García Lao
Cómo usar un cuchillo
Editorial Entropía

Páginas: 140
Formato:
Peso: 0.171 kgs.
ISBN: 978-987176810-3

“Me he acostado con la desgracia, pero no suelo comentarlo”. Así dice un personaje de Fernanda García Lao, en este libro de cuentos de un humor fino, desopilante. Aunque esto parece demasiado sentimental hablando de Lao, demasiado realista; somete a su escritura a una torsión tan violenta, a tal desacomodo, que la cara del lector avanza en la trama de sus cuentos con un gesto de desvarío, sin saber a dónde va, sin que haya ruta en el espacio o en el tiempo para seguirla y seguir a sus criaturas, que van de un cadáver a otro y saben cómo usar un cuchillo… Me hago a un lado de la voz tan dulce de su autora para escapar de la estocada, pero no puedo, porque ya ensartó mi corazón. Diana Bellessi Estos relatos son como apuntes para futuras novelas, y sin embargo no parecen incompletos o tentativos, más bien al contrario: la autora ha querido evitarnos cualquier forma de palabrería, de ahí esa rara contundencia de cada texto y del conjunto. Nunca se insistirá lo suficiente en su capacidad para revolver los lugares comunes y hallar giros imprevistos y valiosos en escenas que de tan cotidianas parecían inenarrables o intrascendentes. Este libro es una inmersión deleitosa en la obra de una escritora originalísima. Alejandro Zambra Fragmento El silencio se había hecho de yeso blanco y se paseaba indómito por el jardín y por las flores. Antes de decidir el día, Dios se puso los guantes y se calzó sus preciosos muertos en cada pie hermoso. La virgen cantaba como cada mañana y todos sonreíamos para la foto. El más simpático de los condenados se precipitó hacia mí y me confesó que me amaba como a un fruto prohibido. Nos abrazamos largo y tendido y tuvimos hijos. Después me alejé de su vida dispuesta a recuperar mi virginidad alegre. Cerré el capítulo del amor y abrí el de los viajes. Fui a conocer el mundo de los inmundos que también tienen derechos y deberes como cualquier ciudadano decente o religioso. El día me estaba doliendo en los ojos así que me puse a pensar en cosas de miradas sublimes. Tu cuerpo tendido y vencido de whisky era una cosa importante. Yo me levantaba como si fuéramos vecinos y me iba al baño, donde me esperaba la ducha. El fuego me lavaba las manos y me ponía escarlata para besarte, como en las películas. No llovía ni era invierno. Había sapos. El señor portero se presentaba reclamando las expensas y preguntaba por un tal marido inexistente. Yo sonreía entre los billetes violetas. Era feliz. Pero no tanto. Tuve que caminar muy poco para ver a los inmundos. Ellos también viajan. Tienen pelo y se comen las uñas con enorme prolijidad. Se parecen mucho a nosotros y lo único que los distingue es su maravillosa mirada de satisfacción. Las mujeres inmundas son civilizadas y huelen a perfume de París. Conversan con soltura y comen los bizcochos del intendente. El clima es festivo. Los periodistas se cuelgan de las ramas y hacen piruetas. Todos tiramos maní y hacemos declaraciones. Los inmundos ven la tele y gozan de los mismos placeres que el resto de la humanidad. Tienen himno y llevan a sus hijos de las orejas. Soy una criminal. Por eso estoy tranquila y aclimatada en este rincón de vida. Algunos individuos averiados me miran y aprietan los dientes. Me he acostado con la desgracia, pero no suelo comentarlo. Aquí reina la casualidad. Está de moda hacerse el aturdido. Muchas caras miran la luna de costado. Lo Inmundo está de fiesta. Hay reunión en el microestadio. Las señoras se afeitaron a la hora del desayuno y ahora ocupan ruidosamente las gradas. Los señores son más naturales, apestan. Las señoritas sin cabeza reparten gaseosa y pan dulce. El ministro se abre paso entre eructos y aplausos de la concurrencia. Sube al podio. Sonríe. Se tira en picado y muere como un héroe inmundo. Todo es algarabía y alajú. Siempre es extremadamente algo en este mundo. Todos se divierten y bailan al compás de sus tripas ennegrecidas. Todos excepto el Candoroso. Él ha sido enviado por el Señor para resaltar la inmundicia ajena. He conocido al ángel inmundo. Huele a jazmines y se viste con armadura y botonera de plata. Es un ser abnegado. Casto. Objetivo. He querido besarlo, pero él ama suavemente. Sin blasfemias. Es excelso y no bebe champán. Yo, la extranjera, voy a profanarlo. Hoy es un día patrio.

Cómo usar un cuchillo

$12.500,00
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“Me he acostado con la desgracia, pero no suelo comentarlo”. Así dice un personaje de Fernanda García Lao, en este libro de cuentos de un humor fino, desopilante. Aunque esto parece demasiado sentimental hablando de Lao, demasiado realista; somete a su escritura a una torsión tan violenta, a tal desacomodo, que la cara del lector avanza en la trama de sus cuentos con un gesto de desvarío, sin saber a dónde va, sin que haya ruta en el espacio o en el tiempo para seguirla y seguir a sus criaturas, que van de un cadáver a otro y saben cómo usar un cuchillo… Me hago a un lado de la voz tan dulce de su autora para escapar de la estocada, pero no puedo, porque ya ensartó mi corazón. Diana Bellessi Estos relatos son como apuntes para futuras novelas, y sin embargo no parecen incompletos o tentativos, más bien al contrario: la autora ha querido evitarnos cualquier forma de palabrería, de ahí esa rara contundencia de cada texto y del conjunto. Nunca se insistirá lo suficiente en su capacidad para revolver los lugares comunes y hallar giros imprevistos y valiosos en escenas que de tan cotidianas parecían inenarrables o intrascendentes. Este libro es una inmersión deleitosa en la obra de una escritora originalísima. Alejandro Zambra Fragmento El silencio se había hecho de yeso blanco y se paseaba indómito por el jardín y por las flores. Antes de decidir el día, Dios se puso los guantes y se calzó sus preciosos muertos en cada pie hermoso. La virgen cantaba como cada mañana y todos sonreíamos para la foto. El más simpático de los condenados se precipitó hacia mí y me confesó que me amaba como a un fruto prohibido. Nos abrazamos largo y tendido y tuvimos hijos. Después me alejé de su vida dispuesta a recuperar mi virginidad alegre. Cerré el capítulo del amor y abrí el de los viajes. Fui a conocer el mundo de los inmundos que también tienen derechos y deberes como cualquier ciudadano decente o religioso. El día me estaba doliendo en los ojos así que me puse a pensar en cosas de miradas sublimes. Tu cuerpo tendido y vencido de whisky era una cosa importante. Yo me levantaba como si fuéramos vecinos y me iba al baño, donde me esperaba la ducha. El fuego me lavaba las manos y me ponía escarlata para besarte, como en las películas. No llovía ni era invierno. Había sapos. El señor portero se presentaba reclamando las expensas y preguntaba por un tal marido inexistente. Yo sonreía entre los billetes violetas. Era feliz. Pero no tanto. Tuve que caminar muy poco para ver a los inmundos. Ellos también viajan. Tienen pelo y se comen las uñas con enorme prolijidad. Se parecen mucho a nosotros y lo único que los distingue es su maravillosa mirada de satisfacción. Las mujeres inmundas son civilizadas y huelen a perfume de París. Conversan con soltura y comen los bizcochos del intendente. El clima es festivo. Los periodistas se cuelgan de las ramas y hacen piruetas. Todos tiramos maní y hacemos declaraciones. Los inmundos ven la tele y gozan de los mismos placeres que el resto de la humanidad. Tienen himno y llevan a sus hijos de las orejas. Soy una criminal. Por eso estoy tranquila y aclimatada en este rincón de vida. Algunos individuos averiados me miran y aprietan los dientes. Me he acostado con la desgracia, pero no suelo comentarlo. Aquí reina la casualidad. Está de moda hacerse el aturdido. Muchas caras miran la luna de costado. Lo Inmundo está de fiesta. Hay reunión en el microestadio. Las señoras se afeitaron a la hora del desayuno y ahora ocupan ruidosamente las gradas. Los señores son más naturales, apestan. Las señoritas sin cabeza reparten gaseosa y pan dulce. El ministro se abre paso entre eructos y aplausos de la concurrencia. Sube al podio. Sonríe. Se tira en picado y muere como un héroe inmundo. Todo es algarabía y alajú. Siempre es extremadamente algo en este mundo. Todos se divierten y bailan al compás de sus tripas ennegrecidas. Todos excepto el Candoroso. Él ha sido enviado por el Señor para resaltar la inmundicia ajena. He conocido al ángel inmundo. Huele a jazmines y se viste con armadura y botonera de plata. Es un ser abnegado. Casto. Objetivo. He querido besarlo, pero él ama suavemente. Sin blasfemias. Es excelso y no bebe champán. Yo, la extranjera, voy a profanarlo. Hoy es un día patrio.