Roque Larraquy
La comemadre
Editorial Entropía

Páginas: 146
Formato:
Peso: 0.186 kgs.
ISBN: 978987-1768-00-4

La comemadre ofrece dos relatos que hunden sus raíces en la misma materia y abrevan en las mismas obsesiones. De un lado, un médico que se ve envuelto en una iniciativa científica descabellada y cruel, en un sanatorio suburbano. Por otra parte, un célebre artista plástico que lleva al extremo su búsqueda estética y se transforma, él mismo, en objeto de experimentación. Por ambos hemisferios de este libro rondan la intervención sobre el cuerpo y la búsqueda de la trascendencia. Primero, presentadas como derivación de una contrahecha esperanza positivista, a comienzos de 1900. Luego, como resultado de una apuesta artística radical, exitosa y, finalmente, banal en los inicios del siglo XXI. En el centro de esta novela, puntuada por el humor y la velocidad de su cadencia narrativa, flota la idea de lo monstruoso. Roque Larraquy lo presenta no ya de un modo ajeno o repudiable, sino como el motor de un quimérico progreso colectivo o personal, como una de las absurdas secuelas del amor. Fragmento Hay quienes no existen, o casi, como la señorita Menéndez. La jefa de enfermeras. En el espacio de estas palabras entra completa. Las mujeres a su cargo huelen y visten igual, y nos llaman doctor. Si un paciente empeora por un olvido o una inyección de más, se llenan de presencia: existen en el error. En cambio Menéndez nunca falla, por eso es la jefa. La miro cuanto puedo para encontrarle un gesto doméstico, un secreto, una imperfección. Lo encontré. Son los cinco minutos de Menéndez. Se apoya en la baranda y enciende un cigarrillo. Como no suele alzar la mirada, no advierte que la observo. Pone una cara de no pensar, de botella vacía. Fuma durante cinco minutos. En ese lapso no logra terminar el cigarrillo y lo deja por la mitad. Su derroche, su lujo personal, es apagarlo con el dedo mojado en saliva y tirarlo a la basura. Sólo fuma cigarrillos nuevos. Así entra al mundo, todos los días, a la misma hora, y existe el tiempo suficiente como para enamorarme de ella. Mis colegas son numerosos y todavía no los identifico a todos. Hay un hombre robusto con un lunar en el mentón que siempre me saluda, y al que sólo recuerdo por su lunar. No sé cómo se llama ni cuál es su especialidad. Tiene una mitad de la cara más caída que la otra, y cada vez que habla, no sé muy bien de qué, entorna los ojos como si se encandilara. Cada palabra que dice Silvia es una mosca que sale de su boca, y debería callarse para no aumentar el número. La sumerjo en agua helada. Cuando retiro la mano ella saca la cabeza, respira y vuelve a preguntar: “¿no ven que las moscas salen de mí?” Que yo no las vea le importa más que el frío. Todavía no me explico por qué me la asignaron. No soy psiquiatra. Aseguraría que lo único que hace el agua helada es ponerla en riesgo de una pulmonía. Pero lo que vale en estos casos es la persistencia del delirio, que con el hielo debería remitir. Le prometo una cama tibia. Hay que tomar nota de cualquier cambio: si prefiere quedarse callada, si pide por su familia (no tiene familia, pero sería un delirio más saludable), si ya no hay moscas. Las ve disolviéndose en el techo.

La comemadre

$12.500,00
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La comemadre ofrece dos relatos que hunden sus raíces en la misma materia y abrevan en las mismas obsesiones. De un lado, un médico que se ve envuelto en una iniciativa científica descabellada y cruel, en un sanatorio suburbano. Por otra parte, un célebre artista plástico que lleva al extremo su búsqueda estética y se transforma, él mismo, en objeto de experimentación. Por ambos hemisferios de este libro rondan la intervención sobre el cuerpo y la búsqueda de la trascendencia. Primero, presentadas como derivación de una contrahecha esperanza positivista, a comienzos de 1900. Luego, como resultado de una apuesta artística radical, exitosa y, finalmente, banal en los inicios del siglo XXI. En el centro de esta novela, puntuada por el humor y la velocidad de su cadencia narrativa, flota la idea de lo monstruoso. Roque Larraquy lo presenta no ya de un modo ajeno o repudiable, sino como el motor de un quimérico progreso colectivo o personal, como una de las absurdas secuelas del amor. Fragmento Hay quienes no existen, o casi, como la señorita Menéndez. La jefa de enfermeras. En el espacio de estas palabras entra completa. Las mujeres a su cargo huelen y visten igual, y nos llaman doctor. Si un paciente empeora por un olvido o una inyección de más, se llenan de presencia: existen en el error. En cambio Menéndez nunca falla, por eso es la jefa. La miro cuanto puedo para encontrarle un gesto doméstico, un secreto, una imperfección. Lo encontré. Son los cinco minutos de Menéndez. Se apoya en la baranda y enciende un cigarrillo. Como no suele alzar la mirada, no advierte que la observo. Pone una cara de no pensar, de botella vacía. Fuma durante cinco minutos. En ese lapso no logra terminar el cigarrillo y lo deja por la mitad. Su derroche, su lujo personal, es apagarlo con el dedo mojado en saliva y tirarlo a la basura. Sólo fuma cigarrillos nuevos. Así entra al mundo, todos los días, a la misma hora, y existe el tiempo suficiente como para enamorarme de ella. Mis colegas son numerosos y todavía no los identifico a todos. Hay un hombre robusto con un lunar en el mentón que siempre me saluda, y al que sólo recuerdo por su lunar. No sé cómo se llama ni cuál es su especialidad. Tiene una mitad de la cara más caída que la otra, y cada vez que habla, no sé muy bien de qué, entorna los ojos como si se encandilara. Cada palabra que dice Silvia es una mosca que sale de su boca, y debería callarse para no aumentar el número. La sumerjo en agua helada. Cuando retiro la mano ella saca la cabeza, respira y vuelve a preguntar: “¿no ven que las moscas salen de mí?” Que yo no las vea le importa más que el frío. Todavía no me explico por qué me la asignaron. No soy psiquiatra. Aseguraría que lo único que hace el agua helada es ponerla en riesgo de una pulmonía. Pero lo que vale en estos casos es la persistencia del delirio, que con el hielo debería remitir. Le prometo una cama tibia. Hay que tomar nota de cualquier cambio: si prefiere quedarse callada, si pide por su familia (no tiene familia, pero sería un delirio más saludable), si ya no hay moscas. Las ve disolviéndose en el techo.