Carlos Alonso
Manos anónimas
Ediciones Maestras

Páginas:
Formato:
Peso: 0.3 kgs.
ISBN: 9789877838435

Así como no existen íotografías que permitan seguir, paso a paso, el horror del procedimiento que se utilizó en los campos de concentración concebidos y administrados por los alemanes durante la segunda gran guerra para terminar con la vida de seis millones de judíos, gitanos, homosexuales, personas con capacidades diferentes o disidentes, tampoco existe un registro fotográfico del procedimiento de la tortura y la muerte en los campos de concentración durante la dictadura en la Argentina. Lo que existen son los relatos de quienes pasaron por las cárceles clandestinas. También las representaciones que el arte fue elaborando, desde la mirada individual, y al mismo tiempo compartida con otros, como una forma de abordar el trauma social. trauma En 1981 Carlos Alonso inicia la serie Manos anónimas con un grupo de dibujos, de bocetos en tinta. Estos dibujos generan dos trípticos. Uno se basa en el autorretrato del artista. En una gama de azules y blancos translúcidos, con dibujo y manchas superpuestos, Carlos Alonso autorretratado nos observa, frontal, en un contexto que tiene algo de fantasmático. Un cuerpo translúcido lo rodea desde atrás y cubre su boca primero, y luego, como asfixiándolo con una toalla, todo su rostro. Es una imagen violenta y conmovedora que con evidencia refiere a la muerte, ya que el artista porta un brazalete negro. La figura detrás de él es femenina, y en la última imagen del tríptico, aquella en la que el artista aparece asfixiado, el cuerpo de ella se funde con el de él; un seno atraviesa la tela de su traje y adquiere una presencia corpórea representada con recursos visuales que aluden a lo tridimensional. En ese cuerpo que lo atraviesa late una presencia. Alonso refiere a la desaparición de su hija con una representación conmovedora, en la que la fusión de los cuerpos remite a la idea de rescate. s e trata de una imagen en la que la empatia y el dolor adquieren una forma estremece dora y extrema. Si se observa su iconografía se constata que refiere a un clásico, ni ver, ni oir, ni hablar, también conocido como el de los «monos sabios» o los «monos místicos». Un tema de origen japonés vinculado al código filosófico y moral santal, que remite al rendirse al sistema y pauta normas de conducta que recomiendan la prudencia de no ver ni oír la injusticia, ni expresar la propia insatisfacción, sentido que todavía perdura en Japón. El tema también está presente en la cultura occidental y generalmente remite a la necesidad de obturar los sentidos para poder afrontar el dolor que produce el mal. En este caso Alonso lo reactiva en reía ción con su propio dolor, que condensa el de la sociedad argentina entre 1976-1982. Este tríptico, realizado en aerifico pero con el tratamiento que se da a la acuarela, logra poner en escena, desde una especie de performance de las manchas y de las formas, una pulsión de evanescencia, un lugar intermedio, fluc tuante, que transmite ese tránsito emocional de un cuerpo, el del padre, ocupado, atravesado por el de su hija, la muchacha desapai e- cida. Alonso retratado, observándonos entre las manos que rodean su rostro, fundido, en un sentido, con el cuerpo ausente de su hija, elabora una forma de retablo personal que expone en forma descarnada su dolor. Relata el artista que lo perturbó escuchar un comentario elogioso sobre esta obra durante su exposición. Él no buscaba producir un hecho estético excluyeme, una obra que fuese evaluada por sus cualidades formales, por su factura, opacando el acontecimiento violento y traumático al que refería. El segundo tríptico que se genera a partir de los dibujos iniciales es el que expone en 1984 en la I Bienal de La Habana, donde obtiene el premio Orozco-Rivera-Siqueiros. Un conjunto que se encuentra actualmente en la Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Pero no todo el sentido se ordena de la misma manera. Algunas obras de esta serie introducen un problema complejo. Son imágenes en las que el torturador y quien supuestamente es su víctima (acorde al sentido general en el que se inscribe la serie) se besan. Sus lenguas como cuchillos ensangrentados, los dientes de apariencia ortopédica, se tocan. La violencia que predomina en la serie se retuerce en una forma de violencia sexual. Se introduce así la relación entre torturador y torturado: en un proceso de inversión psicoa- nalítica la víctima desarrolla un vínculo afectivo con el captor; incluso, en ocasiones, una relación de complicidad. Se complejiza así el tema de la desaparición, el rapto, la tortura, tal como lo hiciera Eduardo Pavlovsky en obras como Potestad o Paso de dos. Se plantea pictóricamente el dilema: ¿puede ser consi- derado el represor una persona corriente? Si él y ella están intercambiando momentos de pasión e intensidad, ¿no está presente la estructura del síndrome de Estocolmo, que permite introducirse en la compleja relación entre víctimas y victimarios? Lo que vemos es que Carlos Alonso quiebra la literalidad, el lugar común, y nos lleva a observar un drama de cuerpos y pasiones que difícilmente comprendemos. Pero los cuerpos están allí para mostrarlo. En las representaciones de Manos anónimas está también presente el desorden de los espacios en los que se realizaban violentas atrocidades. Se percibe en el cuarto con un niño llorando en el que irrumpe un hombre armado: el llanto del niño, el rostro del hombre, las perforaciones de las balas en la puerta, los muebles caídos, los papeles revueltos, los vidrios rotos. Todo confirma en la imagen los relatos que hemos escuchado y leído sobre las acciones que involucraban los «procedimientos». Invasiones inesperadas, realizadas por individuos anónimos con atuendos que acentuaban el carácter clan destino con el que se invadían domicilios: anteojos negros, sobretodos, gestos violentos condensados en los rostros. Estamos, sin embargo, frente a representaciones imaginadas -pesadillas más que sueños- que van más allá de la fiel reproducción de situaciones concretas. Aunque Alonso también pintó los cuerpos desnudos de los prisioneros bajo vigilancia, evocando una imagen de la que no existe una fotografía específica de referencia-se trata de representaciones que provienen de lo que sabemos, de lo que nos cuentan- su pintura no es realismo social. En efecto, no aparecen aquí héroes, ni perspectivas jerárquicas, ni banderas, ni paletas de colores contrastados. No se trata de una versión moral y triunfante de la lucha revolucionaria. Tampoco se trata de representar la historia desde una versión foto- gráfica. El conjunto de estas pinturas funciona en clave metafórica. Hay violencia, hay humanos, hay mujeres y niños violentados y hombres casi blindados con pilotos y sombreros. Podemos percibir con claridad la violencia en todos los elementos que configuran las iconografías de esta serie. La desesperación, incluso, en el gesto con el que un niño se abraza a un gran perro mientras los muebles, la puerta, los vidrios, caen en miles de astillas. En una de las pinturas se ve cómo estos hombres con botas, anteojos y sombrero, cavan para enterrar el cuerpo de una mujer que después de la tortura ha muerto. Una violencia generalizada cuyos sujetos desamparados son concretos y, al mismo tiempo, abstractos. Nada nos permite afirmar dónde sucedió todo esto. El significado puede resultarnos claro, por vincularse a una experiencia que conocemos, pero posee al mismo tiempo un grado de generalidad. Mujeres, niños, animales violentados. Pienso en Guernica, ese gran friso de cuerpos angulosos, cortantes y astillados, en el que las mujeres gritan desesperadas escapando del horror con sus hijos. No sabemos dónde sucede todo eso (no parece un día de mercado: aunque el bombardeo sucedió de día, la pintura representa una escena noctura), no podemos determinar con claridad de qué espacio se trata, no hay documentalismo en la representación de un hecho específico. Se trata de una imagen que remite a un estado de violencia generalizada. También Manos anónimas involucra un grado de generalización. No estamos ante un hecho , singular, preciso, sino ante el estremecimiento y el miedo que afectó la vida individual y la de la ciudadanía. La vida nuda, desprovista de orden jurídico, expuesta a la muerte. Vidas controlables, disponibles y eliminables. El propio Alonso señaló que pintar puede ser una forma de luchar contra la alte )- ración del orden de la justicia. Estas pinturas guardan entre sus pinceladas, iconografías y estructuras, la virulencia de una denuncia constante: de la dictadura argentina y de toda forma contemporánea de violencia en la que la noción sagrada de la vida ha sido desbaratada. Durante esos años los fundamentos del Estado mismo mutaron, abandonando la responsabilidad de garantizar la vida y su reproducción desde el orden de sus instituciones. El Estado represivo se lanzó contra la vida misma. Para ese Estado se trataba e cuerpos irrelevantes. Las pinturas de Cari 3 Alonso, con sus tramas y superposiciones de color, con las estructuras angulares y la composiciones que refuerzan la percepciói j de la violencia, conectan inmediatamente c a la afectividad que inunda el desamparo ante la muerte impredecible, operada por figuras vinculadas a un Estado que se ha vuelto contra la ciudadanía. Es ir esante detenernos también en el hecho o. te todos estos dibujos fueron pensados con a antesala o los bocetos de cuadros de gran formato que finalmente el artista no completó. Los dibujos funcionan, así, como un lugar emotivo más personal, alejado del despliegue, de los recursos, que requiere la mirada de lo que va a exponerse ante el gran público. Podríamos pensar estas imágenes como el soporte, en elterren0 J lo íntimo, de una forma de duelo. Un g personal de la memoria.

Manos anónimas

$4.900,00
Manos anónimas $4.900,00
Compra protegida
Tus datos cuidados durante toda la compra.
Cambios y devoluciones
Si no te gusta, podés cambiarlo por otro o devolverlo.

Carlos Alonso
Manos anónimas
Ediciones Maestras

Páginas:
Formato:
Peso: 0.3 kgs.
ISBN: 9789877838435

Así como no existen íotografías que permitan seguir, paso a paso, el horror del procedimiento que se utilizó en los campos de concentración concebidos y administrados por los alemanes durante la segunda gran guerra para terminar con la vida de seis millones de judíos, gitanos, homosexuales, personas con capacidades diferentes o disidentes, tampoco existe un registro fotográfico del procedimiento de la tortura y la muerte en los campos de concentración durante la dictadura en la Argentina. Lo que existen son los relatos de quienes pasaron por las cárceles clandestinas. También las representaciones que el arte fue elaborando, desde la mirada individual, y al mismo tiempo compartida con otros, como una forma de abordar el trauma social. trauma En 1981 Carlos Alonso inicia la serie Manos anónimas con un grupo de dibujos, de bocetos en tinta. Estos dibujos generan dos trípticos. Uno se basa en el autorretrato del artista. En una gama de azules y blancos translúcidos, con dibujo y manchas superpuestos, Carlos Alonso autorretratado nos observa, frontal, en un contexto que tiene algo de fantasmático. Un cuerpo translúcido lo rodea desde atrás y cubre su boca primero, y luego, como asfixiándolo con una toalla, todo su rostro. Es una imagen violenta y conmovedora que con evidencia refiere a la muerte, ya que el artista porta un brazalete negro. La figura detrás de él es femenina, y en la última imagen del tríptico, aquella en la que el artista aparece asfixiado, el cuerpo de ella se funde con el de él; un seno atraviesa la tela de su traje y adquiere una presencia corpórea representada con recursos visuales que aluden a lo tridimensional. En ese cuerpo que lo atraviesa late una presencia. Alonso refiere a la desaparición de su hija con una representación conmovedora, en la que la fusión de los cuerpos remite a la idea de rescate. s e trata de una imagen en la que la empatia y el dolor adquieren una forma estremece dora y extrema. Si se observa su iconografía se constata que refiere a un clásico, ni ver, ni oir, ni hablar, también conocido como el de los «monos sabios» o los «monos místicos». Un tema de origen japonés vinculado al código filosófico y moral santal, que remite al rendirse al sistema y pauta normas de conducta que recomiendan la prudencia de no ver ni oír la injusticia, ni expresar la propia insatisfacción, sentido que todavía perdura en Japón. El tema también está presente en la cultura occidental y generalmente remite a la necesidad de obturar los sentidos para poder afrontar el dolor que produce el mal. En este caso Alonso lo reactiva en reía ción con su propio dolor, que condensa el de la sociedad argentina entre 1976-1982. Este tríptico, realizado en aerifico pero con el tratamiento que se da a la acuarela, logra poner en escena, desde una especie de performance de las manchas y de las formas, una pulsión de evanescencia, un lugar intermedio, fluc tuante, que transmite ese tránsito emocional de un cuerpo, el del padre, ocupado, atravesado por el de su hija, la muchacha desapai e- cida. Alonso retratado, observándonos entre las manos que rodean su rostro, fundido, en un sentido, con el cuerpo ausente de su hija, elabora una forma de retablo personal que expone en forma descarnada su dolor. Relata el artista que lo perturbó escuchar un comentario elogioso sobre esta obra durante su exposición. Él no buscaba producir un hecho estético excluyeme, una obra que fuese evaluada por sus cualidades formales, por su factura, opacando el acontecimiento violento y traumático al que refería. El segundo tríptico que se genera a partir de los dibujos iniciales es el que expone en 1984 en la I Bienal de La Habana, donde obtiene el premio Orozco-Rivera-Siqueiros. Un conjunto que se encuentra actualmente en la Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Pero no todo el sentido se ordena de la misma manera. Algunas obras de esta serie introducen un problema complejo. Son imágenes en las que el torturador y quien supuestamente es su víctima (acorde al sentido general en el que se inscribe la serie) se besan. Sus lenguas como cuchillos ensangrentados, los dientes de apariencia ortopédica, se tocan. La violencia que predomina en la serie se retuerce en una forma de violencia sexual. Se introduce así la relación entre torturador y torturado: en un proceso de inversión psicoa- nalítica la víctima desarrolla un vínculo afectivo con el captor; incluso, en ocasiones, una relación de complicidad. Se complejiza así el tema de la desaparición, el rapto, la tortura, tal como lo hiciera Eduardo Pavlovsky en obras como Potestad o Paso de dos. Se plantea pictóricamente el dilema: ¿puede ser consi- derado el represor una persona corriente? Si él y ella están intercambiando momentos de pasión e intensidad, ¿no está presente la estructura del síndrome de Estocolmo, que permite introducirse en la compleja relación entre víctimas y victimarios? Lo que vemos es que Carlos Alonso quiebra la literalidad, el lugar común, y nos lleva a observar un drama de cuerpos y pasiones que difícilmente comprendemos. Pero los cuerpos están allí para mostrarlo. En las representaciones de Manos anónimas está también presente el desorden de los espacios en los que se realizaban violentas atrocidades. Se percibe en el cuarto con un niño llorando en el que irrumpe un hombre armado: el llanto del niño, el rostro del hombre, las perforaciones de las balas en la puerta, los muebles caídos, los papeles revueltos, los vidrios rotos. Todo confirma en la imagen los relatos que hemos escuchado y leído sobre las acciones que involucraban los «procedimientos». Invasiones inesperadas, realizadas por individuos anónimos con atuendos que acentuaban el carácter clan destino con el que se invadían domicilios: anteojos negros, sobretodos, gestos violentos condensados en los rostros. Estamos, sin embargo, frente a representaciones imaginadas -pesadillas más que sueños- que van más allá de la fiel reproducción de situaciones concretas. Aunque Alonso también pintó los cuerpos desnudos de los prisioneros bajo vigilancia, evocando una imagen de la que no existe una fotografía específica de referencia-se trata de representaciones que provienen de lo que sabemos, de lo que nos cuentan- su pintura no es realismo social. En efecto, no aparecen aquí héroes, ni perspectivas jerárquicas, ni banderas, ni paletas de colores contrastados. No se trata de una versión moral y triunfante de la lucha revolucionaria. Tampoco se trata de representar la historia desde una versión foto- gráfica. El conjunto de estas pinturas funciona en clave metafórica. Hay violencia, hay humanos, hay mujeres y niños violentados y hombres casi blindados con pilotos y sombreros. Podemos percibir con claridad la violencia en todos los elementos que configuran las iconografías de esta serie. La desesperación, incluso, en el gesto con el que un niño se abraza a un gran perro mientras los muebles, la puerta, los vidrios, caen en miles de astillas. En una de las pinturas se ve cómo estos hombres con botas, anteojos y sombrero, cavan para enterrar el cuerpo de una mujer que después de la tortura ha muerto. Una violencia generalizada cuyos sujetos desamparados son concretos y, al mismo tiempo, abstractos. Nada nos permite afirmar dónde sucedió todo esto. El significado puede resultarnos claro, por vincularse a una experiencia que conocemos, pero posee al mismo tiempo un grado de generalidad. Mujeres, niños, animales violentados. Pienso en Guernica, ese gran friso de cuerpos angulosos, cortantes y astillados, en el que las mujeres gritan desesperadas escapando del horror con sus hijos. No sabemos dónde sucede todo eso (no parece un día de mercado: aunque el bombardeo sucedió de día, la pintura representa una escena noctura), no podemos determinar con claridad de qué espacio se trata, no hay documentalismo en la representación de un hecho específico. Se trata de una imagen que remite a un estado de violencia generalizada. También Manos anónimas involucra un grado de generalización. No estamos ante un hecho , singular, preciso, sino ante el estremecimiento y el miedo que afectó la vida individual y la de la ciudadanía. La vida nuda, desprovista de orden jurídico, expuesta a la muerte. Vidas controlables, disponibles y eliminables. El propio Alonso señaló que pintar puede ser una forma de luchar contra la alte )- ración del orden de la justicia. Estas pinturas guardan entre sus pinceladas, iconografías y estructuras, la virulencia de una denuncia constante: de la dictadura argentina y de toda forma contemporánea de violencia en la que la noción sagrada de la vida ha sido desbaratada. Durante esos años los fundamentos del Estado mismo mutaron, abandonando la responsabilidad de garantizar la vida y su reproducción desde el orden de sus instituciones. El Estado represivo se lanzó contra la vida misma. Para ese Estado se trataba e cuerpos irrelevantes. Las pinturas de Cari 3 Alonso, con sus tramas y superposiciones de color, con las estructuras angulares y la composiciones que refuerzan la percepciói j de la violencia, conectan inmediatamente c a la afectividad que inunda el desamparo ante la muerte impredecible, operada por figuras vinculadas a un Estado que se ha vuelto contra la ciudadanía. Es ir esante detenernos también en el hecho o. te todos estos dibujos fueron pensados con a antesala o los bocetos de cuadros de gran formato que finalmente el artista no completó. Los dibujos funcionan, así, como un lugar emotivo más personal, alejado del despliegue, de los recursos, que requiere la mirada de lo que va a exponerse ante el gran público. Podríamos pensar estas imágenes como el soporte, en elterren0 J lo íntimo, de una forma de duelo. Un g personal de la memoria.