José Ortega y Gasset
MEDITACIONES
HERMIDA

Páginas: 112
Formato: 110x170
Peso: 0.3 kgs.
ISBN: 9788412123562

Una de las empresas más extraordinarias de las muchas que acometió Ortega y Gasset fue, sin lugar a dudas, la publicación –entre 1916 y 1934– de los ocho volúmenes que conforman El Espectador, obra de la que se nutre esta antología. Frente a otros títulos de la producción orteguiana, quizá más conocidos para el gran público, El Espectador tiene la innegable ventaja de ser su obra más personal y la que quizá más apela a la personalidad de sus interlocutores. En palabras del propio autor, «una obra íntima para lectores de intimidad». Por otro lado, y tratando de huir de la imagen petrificada y canonizada de un filósofo de manual o enciclopedia, el Ortega de nuestro tiempo no puede ser sólo el de sus grandes obras maestras, sino que puede e incluso debe ser el hombre del día a día que se paseaba por la calle y escribía con total naturalidad sobre todo aquello que oía y veía, sin filtros y sin tapujos, con el cerebro en plena ebullición y con las emociones a flor de piel. Un hombre que, como él mismo confesaba en 1915, nunca pretendió «tener otra virtud que ésta de arder ante las cosas».

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$30.515,20
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Una de las empresas más extraordinarias de las muchas que acometió Ortega y Gasset fue, sin lugar a dudas, la publicación –entre 1916 y 1934– de los ocho volúmenes que conforman El Espectador, obra de la que se nutre esta antología. Frente a otros títulos de la producción orteguiana, quizá más conocidos para el gran público, El Espectador tiene la innegable ventaja de ser su obra más personal y la que quizá más apela a la personalidad de sus interlocutores. En palabras del propio autor, «una obra íntima para lectores de intimidad». Por otro lado, y tratando de huir de la imagen petrificada y canonizada de un filósofo de manual o enciclopedia, el Ortega de nuestro tiempo no puede ser sólo el de sus grandes obras maestras, sino que puede e incluso debe ser el hombre del día a día que se paseaba por la calle y escribía con total naturalidad sobre todo aquello que oía y veía, sin filtros y sin tapujos, con el cerebro en plena ebullición y con las emociones a flor de piel. Un hombre que, como él mismo confesaba en 1915, nunca pretendió «tener otra virtud que ésta de arder ante las cosas».