Diego Muzzio
Las esferas invisibles
Editorial Entropía

Páginas: 216
Formato: 120 mm x 160 mm
Peso: 0.198 kgs.
ISBN: 9789871768233

Si el terror irrumpió en la literatura del siglo XVIII para contraponer la potencia latente de lo inexplicable por sobre la fe racionalista de la Ilustración, estas tres nouvelles de Diego Muzzio encuentran el momento preciso en que esas fuerzas colisionan en la historia local: el brote de fiebre amarilla que diezmó a la población porteña en 1871. Esta epidemia, que puso en crisis a una ciudad que pretendía dejar de ser una aldea barrosa para convertirse en una urbe cosmopolita, es el punto de partida de las tres ficciones de Las esferas invisibles. En El intercesor, el relato gótico hace un inesperado desembarco en los fortines criollos que delimitan los contornos de la pampa rosista y los territorios aún indómitos del indio. El ataúd de ébano lleva a dos desertores devenidos marginales de los bajos fondos porteños al encuentro de lo místico y lo trascendental. La ruta de la mangosta, finalmente, construye una cuña para volver inestable la relación entre la imaginería sobre la muerte y el padecimiento de la eternidad. Los tres relatos permanecen enhebrados por las coordenadas témporo-espaciales y por una apuesta radical en su persistencia: la puesta al día de un modo de contar que hunde sus raíces en tradiciones fundantes de la narrativa moderna y decanta con naturalidad, cada vez, en el tono necesario. Fragmento (De El intercesor) Desperté con el sol golpeándome la cara, y de lo primero que tuve conciencia fue del dolor que me atenazaba la cabeza. Sentía mi cráneo fragmentarse, como si los huesos se desplazaran. Me llevé las manos a las sienes. Imaginé que, en algún momento de la noche, me había golpeado. Tanteé el cuero cabelludo, buscando la textura de la sangre seca, la línea de un tajo. No había nada, salvo aquel dolor como de mazas machucando las sienes. Advertí de pronto que el malestar no se limitaba a la cabeza, sino que se extendía a todo el cuerpo y que cada músculo, cada articulación, cada órgano emitía una queja. Giré sobre mi costado y, recién entonces, me decidí a abrir los ojos. Los abrí repetidas veces. Una y otra vez levanté los párpados. Se me ocurrió pensar que todavía era de noche. Sin embargo, el sol que sentía sobre la cara, el calor que me envolvía el cuerpo confirmaban que era la mañana, una hora cercana al mediodía. Me froté los ojos, pero la oscuridad que me rodeaba era inapelable. Oí despertar a los otros; gemidos, arcadas, gritos, puteadas. Estábamos ciegos. Ciegos como si nos hubiesen perforado los ojos, como si nos los hubiesen arrancado de cuajo. En la confusión que siguió al atroz descubrimiento, intenté pensar metódicamente, como lo haría el médico que casi era. Debía existir una explicación a nuestra ceguera repentina. Interrogué a los demás; quizás alguno había salido indemne, tal vez alguien divisaba, aunque más no fuera, contornos o colores. Pero la misma sombra nos rodeaba a todos. La sal, pensé entonces. La dilatada exposición de nuestros globos oculares a los destellos de la sal había irritado los iris, y ahora pagábamos con esa ceguera momentánea dicha imprevisión. Si estaba en lo cierto, la oscuridad podía prolongarse durante un día o dos, pero volveríamos a ver. Mi razonamiento no explicaba, sin embargo, los espasmos musculares, las arcadas, el dolor de estómago. La segunda explicación a aquellos síntomas era terrible y, tal vez para protegerme de un incipiente ataque de desesperación, no quise tomarla en cuenta de inmediato. Sugerí que, por lo pronto, nos refugiáramos del sol. Tanteando el suelo, guiándonos por nuestras voces, nos arrastramos bajo la lona que pendía a un costado de la carreta. Una vez reunidos, expliqué que el mal que nos aquejaba era consecuencia de la reverberación de la sal en nuestros ojos, y les aseguré a todos que se trataba de un daño pasajero, que pronto recobraríamos la visión. Estaba explayándome en estos detalles cuando, en el silencio, resonó un chillido. Algún ave carroñera, pensé, pero el grito se fue transformando en llanto y luego en una sucesión de gemidos, y de repente comprendí que se trataba del sordomudo. En la confusión general lo habíamos olvidado, y el infeliz acababa de abrir los ojos a la oscuridad.

Las esferas invisibles

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Si el terror irrumpió en la literatura del siglo XVIII para contraponer la potencia latente de lo inexplicable por sobre la fe racionalista de la Ilustración, estas tres nouvelles de Diego Muzzio encuentran el momento preciso en que esas fuerzas colisionan en la historia local: el brote de fiebre amarilla que diezmó a la población porteña en 1871. Esta epidemia, que puso en crisis a una ciudad que pretendía dejar de ser una aldea barrosa para convertirse en una urbe cosmopolita, es el punto de partida de las tres ficciones de Las esferas invisibles. En El intercesor, el relato gótico hace un inesperado desembarco en los fortines criollos que delimitan los contornos de la pampa rosista y los territorios aún indómitos del indio. El ataúd de ébano lleva a dos desertores devenidos marginales de los bajos fondos porteños al encuentro de lo místico y lo trascendental. La ruta de la mangosta, finalmente, construye una cuña para volver inestable la relación entre la imaginería sobre la muerte y el padecimiento de la eternidad. Los tres relatos permanecen enhebrados por las coordenadas témporo-espaciales y por una apuesta radical en su persistencia: la puesta al día de un modo de contar que hunde sus raíces en tradiciones fundantes de la narrativa moderna y decanta con naturalidad, cada vez, en el tono necesario. Fragmento (De El intercesor) Desperté con el sol golpeándome la cara, y de lo primero que tuve conciencia fue del dolor que me atenazaba la cabeza. Sentía mi cráneo fragmentarse, como si los huesos se desplazaran. Me llevé las manos a las sienes. Imaginé que, en algún momento de la noche, me había golpeado. Tanteé el cuero cabelludo, buscando la textura de la sangre seca, la línea de un tajo. No había nada, salvo aquel dolor como de mazas machucando las sienes. Advertí de pronto que el malestar no se limitaba a la cabeza, sino que se extendía a todo el cuerpo y que cada músculo, cada articulación, cada órgano emitía una queja. Giré sobre mi costado y, recién entonces, me decidí a abrir los ojos. Los abrí repetidas veces. Una y otra vez levanté los párpados. Se me ocurrió pensar que todavía era de noche. Sin embargo, el sol que sentía sobre la cara, el calor que me envolvía el cuerpo confirmaban que era la mañana, una hora cercana al mediodía. Me froté los ojos, pero la oscuridad que me rodeaba era inapelable. Oí despertar a los otros; gemidos, arcadas, gritos, puteadas. Estábamos ciegos. Ciegos como si nos hubiesen perforado los ojos, como si nos los hubiesen arrancado de cuajo. En la confusión que siguió al atroz descubrimiento, intenté pensar metódicamente, como lo haría el médico que casi era. Debía existir una explicación a nuestra ceguera repentina. Interrogué a los demás; quizás alguno había salido indemne, tal vez alguien divisaba, aunque más no fuera, contornos o colores. Pero la misma sombra nos rodeaba a todos. La sal, pensé entonces. La dilatada exposición de nuestros globos oculares a los destellos de la sal había irritado los iris, y ahora pagábamos con esa ceguera momentánea dicha imprevisión. Si estaba en lo cierto, la oscuridad podía prolongarse durante un día o dos, pero volveríamos a ver. Mi razonamiento no explicaba, sin embargo, los espasmos musculares, las arcadas, el dolor de estómago. La segunda explicación a aquellos síntomas era terrible y, tal vez para protegerme de un incipiente ataque de desesperación, no quise tomarla en cuenta de inmediato. Sugerí que, por lo pronto, nos refugiáramos del sol. Tanteando el suelo, guiándonos por nuestras voces, nos arrastramos bajo la lona que pendía a un costado de la carreta. Una vez reunidos, expliqué que el mal que nos aquejaba era consecuencia de la reverberación de la sal en nuestros ojos, y les aseguré a todos que se trataba de un daño pasajero, que pronto recobraríamos la visión. Estaba explayándome en estos detalles cuando, en el silencio, resonó un chillido. Algún ave carroñera, pensé, pero el grito se fue transformando en llanto y luego en una sucesión de gemidos, y de repente comprendí que se trataba del sordomudo. En la confusión general lo habíamos olvidado, y el infeliz acababa de abrir los ojos a la oscuridad.