LOUIS DES FOREST, REN
EL CHARLATAN
ARENA

Páginas:
Formato:
Peso: 0.3 kgs.
ISBN: 9788495897176

Desde su publicación en 1946, habiendo conocido dos nuevas ediciones en 1963 y en 1973, El charlatán ha suscitado la admiración unánime de los críticos más exigentes. No menos, sin embargo, que la singular reserva en que su autor, Louis-René des Forêts (1918-2000), ha sabido mantenerse. Lo que de turbador hay en El charlatán es que puede considerarse un relato sostenido en un único artificio, que recuerda la vieja paradoja y que alude a la más explícita verdad de la literatura: «miento». Embebido de literatura, El charlatán no disimula los modelos evidentes de relatos semejantes a él, como los de Dostoievski y de Kleist. Pero, a diferencia de éstos, El charlatán no es la profundización y puesta al día de un personaje arquetípico. Contiene el monólogo de un único personaje, pero éste, finalmente, no parece ser sino esa misma habla del parlanchín convertida en la cáscara vacía de la que, expulsados por la espiral violenta de un charloteo que con su movimiento de succión lo amenaza absolutamente todo, han desertado todos los personajes. Empezando por ese Louis-René des Forêts, obligado por su relato a permanecer en el lugar de indistinción que le asigna el prodigioso poder de mentir que esas mismas palabras suyas, liberadas de su sujeción a un proyecto positivo, convertidas en literatura, detentan soberanamente. Narración de un charlatán, El charlatán se convierte en su relato. Contando con ello, ¿qué impide que el efecto contagioso de la ficción contamine no sólo a los personajes que cobran vida —o muerte— dentro del relato, sino a los mismos autor y lector, que, confundidos sus papeles, se ven amenazados sin remisión de convertirse en pura sustancia discursiva? ¿Qué sabemos finalmente de quien escribe? ¿Qué sabemos incluso de quien lee, de ese lector a quien el «Vd.» de El charlatán pone infranqueablemente lejos del alcance no sólo de quien, al escribir, le ha dado vela en ese entierro, sino de quien, al leer, puede perfectamente sentirse ajeno a ese que sin duda no es él (porque «él», realmente él, sólo lo es quien escribe)? El charlatán habla, y ciertamente no importa lo que dice, pero no es tan sólo un hablador, es decir, alguien apasionado por los discursos que, incluso, para satisfacer su vicio de hablar sin parar, podría hacerlos en solitario; el charlatán vive la pasión del hablador, pero, al contrario que él, necesita un oyente. Nadie charla solo, la charla se comparte, aunque el otro, ahogado en palabras, permanezca mudo. La charla, siempre con alguien, no es tampoco conversación: quien charla sólo en bruto pretende comunicarse; a la charla, que pide un oído atento, antes que nada le conviene enfrente el silencio. Sin freno, porque quien la escucha está ahí para suscitarla, la palabra charlatana arrastra consigo toda el habla, no sólo como vehículo de todas las palabras —en sí furiosamente charlatanas—, sino de la nada que ese mismo lenguaje ininterrumpido es capaz de contener y de transmitir. La desgracia del charlatán es que cuanto más construye su universo de palabras, más ahonda en la destrucción y más se acentúa su trato íntimo con el silencio y la muerte. Cada uno de mis personajes está encerrado en una soledad inexorable. El monólogo en que se extiende expresa un punto de vista incomunicable. Bien que se asocie a los demás por su acción o que permanezca amurallado dentro de una obsesión solitaria, su destino es avanzar por la vida como por un estrecho túnel del que busca desesperadamente salir y del que habla para él solo. En ese sentido el modo profundo de su lenguaje es el monólogo: no puede ser el diálogo. Lois-René des Forêts

EL CHARLATAN

$30.784,00
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Desde su publicación en 1946, habiendo conocido dos nuevas ediciones en 1963 y en 1973, El charlatán ha suscitado la admiración unánime de los críticos más exigentes. No menos, sin embargo, que la singular reserva en que su autor, Louis-René des Forêts (1918-2000), ha sabido mantenerse. Lo que de turbador hay en El charlatán es que puede considerarse un relato sostenido en un único artificio, que recuerda la vieja paradoja y que alude a la más explícita verdad de la literatura: «miento». Embebido de literatura, El charlatán no disimula los modelos evidentes de relatos semejantes a él, como los de Dostoievski y de Kleist. Pero, a diferencia de éstos, El charlatán no es la profundización y puesta al día de un personaje arquetípico. Contiene el monólogo de un único personaje, pero éste, finalmente, no parece ser sino esa misma habla del parlanchín convertida en la cáscara vacía de la que, expulsados por la espiral violenta de un charloteo que con su movimiento de succión lo amenaza absolutamente todo, han desertado todos los personajes. Empezando por ese Louis-René des Forêts, obligado por su relato a permanecer en el lugar de indistinción que le asigna el prodigioso poder de mentir que esas mismas palabras suyas, liberadas de su sujeción a un proyecto positivo, convertidas en literatura, detentan soberanamente. Narración de un charlatán, El charlatán se convierte en su relato. Contando con ello, ¿qué impide que el efecto contagioso de la ficción contamine no sólo a los personajes que cobran vida —o muerte— dentro del relato, sino a los mismos autor y lector, que, confundidos sus papeles, se ven amenazados sin remisión de convertirse en pura sustancia discursiva? ¿Qué sabemos finalmente de quien escribe? ¿Qué sabemos incluso de quien lee, de ese lector a quien el «Vd.» de El charlatán pone infranqueablemente lejos del alcance no sólo de quien, al escribir, le ha dado vela en ese entierro, sino de quien, al leer, puede perfectamente sentirse ajeno a ese que sin duda no es él (porque «él», realmente él, sólo lo es quien escribe)? El charlatán habla, y ciertamente no importa lo que dice, pero no es tan sólo un hablador, es decir, alguien apasionado por los discursos que, incluso, para satisfacer su vicio de hablar sin parar, podría hacerlos en solitario; el charlatán vive la pasión del hablador, pero, al contrario que él, necesita un oyente. Nadie charla solo, la charla se comparte, aunque el otro, ahogado en palabras, permanezca mudo. La charla, siempre con alguien, no es tampoco conversación: quien charla sólo en bruto pretende comunicarse; a la charla, que pide un oído atento, antes que nada le conviene enfrente el silencio. Sin freno, porque quien la escucha está ahí para suscitarla, la palabra charlatana arrastra consigo toda el habla, no sólo como vehículo de todas las palabras —en sí furiosamente charlatanas—, sino de la nada que ese mismo lenguaje ininterrumpido es capaz de contener y de transmitir. La desgracia del charlatán es que cuanto más construye su universo de palabras, más ahonda en la destrucción y más se acentúa su trato íntimo con el silencio y la muerte. Cada uno de mis personajes está encerrado en una soledad inexorable. El monólogo en que se extiende expresa un punto de vista incomunicable. Bien que se asocie a los demás por su acción o que permanezca amurallado dentro de una obsesión solitaria, su destino es avanzar por la vida como por un estrecho túnel del que busca desesperadamente salir y del que habla para él solo. En ese sentido el modo profundo de su lenguaje es el monólogo: no puede ser el diálogo. Lois-René des Forêts